domenica 10 aprile 2011

Bitácora: Capítulo XIII

La siguiente parada es Milán, casi la última antes de París.

En la ciudad de la moda me hospeda un boliviano con el que cruzo tan solo tres palabras. Me siento un poco incómoda, porque no sé qué puedo tocar y qué no. Me da un poco de reparo pedirle las cosas porque siempre está encerrado en su habitación. Sus compañeros de piso no son mucho más habladores que él. El único que me hace caso es el gato. Precioso felino blanco que se zampa mi bocadillo y me deja sin comida y en mis bolsillos no hay un duro, así que maldigo todo el día al simpático gatito.

A pesar de quedarme sin bocata, Milán me gusta. Sinceramente me esperaba una ciudad industrial, sin belleza y sucia. Pero no es así. El primer día voy a visitar el duomo, una catedral gótica realmente impresionante. Me siento extremadamente pequeña mientras lo observo.  Para hacer todo más agradable, la plaza está llena de niños vestidos de piratas y princesitas de diez años, que celebran el último día de Carnaval. Visito la galería de Vittorio Emanuelle, camino un montón y, finalmente, vuelvo a la casa; pero, para coger me veo en la tesitura, por primera vez en mi vida, de tener que pedir dinero. No tenía la tarjeta encima, ya que de turista no me gusta sacarla, y me faltaban unos céntimos para el billete. Afortunadamente, me encuentro con un señor que ni siquiera me mira mal y, en vez de darme lo que me falta, me paga todo el billete.

Al día siguiente, no tengo lo que se dice demasiada suerte, ya que hay una huelga de transporte y yo me encuentro en una de las pocas ciudades de Italia en las que ir a pie es cansino. Para llegar al centro camino durante más de una hora, después de haber pasado otra media metida en una lata de sardinas que se hacía pasar por autobús.

Me recorro todas las calles del centro y me meto en todas las iglesias que encuentro a mi paso. Busco la casa de Manzini y la visito de infiltrada en un grupo de estudiantes de instituto a los que le interesa poco la visita. En ese grupo me encuentro a otra pareja de infiltrados formada por una abuela y su nieto, que, después, me llevarán de ruta por la ciudad y la abuela me contará un montón de historias de Milán. ¡Pero qué simpáticas son las abuelas italianas!

Sobre las nueve decido volver a casa y, desesperada, descubro que la huelga continúa. El barrio donde me hospedo está lejos y no sé llegar a pie, además, por una vez tengo miedo de ir sola. Me pongo muy nerviosa, no sé que hacer. Estoy en una gran ciudad desconocida, donde no es aconsejable hacer autostop.

Le pregunto a la gente qué puedo hacer, pero nadie sabe nada. Al final, me voy a esperar el autobús, que no se sabe a ciencia cierta si pasará.  El problema es que no hay ninguno que vaya hasta mi zona. Mientras espero, le pregunto a las personas de la parada qué puedo hacer, si alguno va al mismo sitio que yo. Así, me encuentro hablando con un señor que me dice que aparento quince años, y al final, me ofrece llevarme a casa en coche. Tengo un momento de duda, pero, lúcidamente, pienso: “si tiene aquí el coche, ¿qué hace esperando el bus?” Menos mal, porque luego, hablando con dos señoras sudamericanas, me dicen que tenga mucho cuidado. Afortunadamente, ellas hacen parte del recorrido conmigo, así que por fin me tranquilizo un poco.

Al final, llego sana y salva, pero agotada. Como, obviamente sola, y me voy a sobar. Dulces sueños y hasta mañana.

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